miércoles, marzo 05, 2008

 

Terror a fin de bien

La periodista de la RAI italiana Rossella Panarese entrevista Jorgen Randers. “¿No habrá un ecceso de comunicación terrorífica para nosotros ciudadanos? ¿No están ustedes exagerando un poco?”. –“Hay que encontrar una técnica para conseguir que la sociedad tome las decisiones justas”, contesta Randers, “y hay dos maneras de hacerlo: a través de la educación o a través del miedo. Hemos tratado de educar por treinta años, sin mayores resultados; quizás hacen falta todavía más mensajes terroríficos.”

“Por lo tanto el suyo es un comportamiento premeditado, quiere aterrorizarnos?”, insiste incrédula la periodista. “Sí”, contesta Randers. “Lo llamo generalmente ‘terror organizado’. Si un huracán se abatiera sobre Manhattan sería una gran ayuda para las políticas climáticas en el mundo”.


un ejemplo: Helmut Schmidt y su mujer se hacen condenar por fumar en público


¿A usted qué le parece? ¿Alguien tiene derecho a mentir o a exagerar para aterrorizarlo “a fin de bien”? Suponiendo que sí, ¿quién establece si es justa la decisión que se trata de imponer mediante el miedo?. Podemos imaginar un mundo de mensajes terroríficos cruzados: “El cigarrillo produce el 84,2% de los casos de cáncer de pulmón”, dice el fundamentalista antitabaco; “Una investigación demuestra que el 75,5% de los antitabaquistas es impotente y violento”, retruca el fumador organizado. “El sedentarismo produce millones de víctimas”, dicen unos, “Los gimnasios matan millones de personas por ataques al corazón”, contestan los otros. “Las emisiones de las centrales térmicas amenazan la vida en la tierra”, dicen los investigadores financiados por la industria atómica; “las centrales atómicas causan el 80% de los casos de cáncer”, responden los investigadores financiados por la industria del petróleo. Y así adelante en un chisporroteo verbal incesante.

La guerra contra el tabaco ha sido y es un laboratorio para los aprendices de brujo que tratan de manipular las mentes para convencerlas de “su” justa verdad. Hace falta tener bastante dinero, y ningún escrúpulo; contratar una buena agencia de publicidad, y pagar las investigaciones según las necesidades de la propaganda, siempre se encuentran científicos en dificultades. El problema es que estas “verdades” (estos fines que justifican todos los medios) desenganchadas de la duda y la verificación flotan en el aire, y chocan unas con otras. Como las religiones para Voltaire.
Randers es solamente uno de los primeros que aprendió la lección de los antitabaquistas. ¿Quién es Jorgen Randers, y cuál es la verdad que nos quiere hacer tragar por la fuerza? Es uno de los fundadores del Club de Roma, que postulaba “cero desarrollo”, por entender que la humanidad había llegado al límite y que ponía en peligro el planeta. Lástima que los miembros del Club, todos ellos de Europa y Estados Unidos, llegaban a dicha reflexión cuando sus propios países se habían ya desarrollado, y cuando trataban de hacerlo otros países, como China, India o Brasil. Su opinión sin embargo podía ser estimulante para un debate; no era imposible encontrar puntos de acuerdo: por ejemplo, una reducción programada del gasto en los países de antigua industrialización, para compensar el veloz desarrollo de los nuevos países, hasta llegar a un punto de equilibrio.

Pero los del Club de Roma no querían discutir, sin aterrorizar. No les fue bien, hasta que no consiguieron engancharse a un nuevo festín de miedo: el calentamiento global. Ahora andan entusiastas, girando el mundo y dando conferencias, por supuesto bien pagas, sin parar un segundo. Con el nuevo método que aprendieron de los antitabaquistas: el “terror organizado” que teoriza Randers.

Sin embargo, creo recordar que a los que usan sistemáticamente el terror ajeno para imponer una política se les llama terroristas.

Radio Tre Scienza, Rossella Panarese, 16/01/2008 Incoscienti globali? - III puntata,
podcast (en lengua italiana) en:
http://www.radio.rai.it/radio3/elenco.cfm?first=31&Q_PROG_ID=344&Q_TIP_ID=0

viernes, noviembre 02, 2007

 

El ratoncito de la Help

A mitad de octubre 2007 la organización europea antitabaco Help comunicó los resultados de un estudio dirigido por Bertrand Dautzenberg, profesor de medicina en París, que consistió en la medición del nivel de monóxido de carbono en el aliento de 111.835 europeos. El estudio fue hecho haciendo soplar en un cooxímetro a los asistentes a 400 eventos publicitarios organizados por la Help en su campaña "Por una vida sin tabaco".

Descubrir que el aliento de los fumadores contiene una proporción mayor de CO que el de los no fumadores es una verdad de Lapalisse: fumar consiste precisamente en inhalar el humo producido por una combustión, y el CO es siempre uno de sus componentes.



Todos convivimos con el CO, en el trabajo, en la calle, en la iglesia, en nuestras casas. El problema es en todo caso de límite: pasado un cierto punto el CO es peligroso (como lo es el mismísimo oxígeno). El CO es un IPVS (Inmediato peligro para la vida y la salud) después de las 1500 ppm (partes por millón). Hay también un límite ambiental, que la ACGIH (Association Conference Government Industry Hygienic) define como la "concentración media ponderada en el tiempo, para una jornada normal de trabajo de 8 horas y una semana laboral de 40 horas, a la que pueden estar expuestos todos los trabajadores repetidamente día tras día sin efectos adversos". Este límite es, en el caso del CO, de 50 ppm.

Ahora bien, el estudio Help-Comet sostiene que los fumadores respiran un aire que contiene 17,5 ppm, o sea 86 veces menos que el límite IPVS, y tres veces menos que lo que la ACGIH considera que los obreros pueden respirar "repetidamente día tras día sin efectos adversos".
Seguimos en el reino de las ideas lapalissianas: si en el aliento de los fumadores hubiera un nivel de CO peligroso para la vida morirían en gran número, lo que habría ya extinguido el vicio, por razones demográficas y por espanto. Pero no sucede, lo que confirma que el nivel de CO está muy por debajo de los límites de riesgo.

El estudio elude lo que debería ser su punto central: ¿qué consecuencias tiene para la salud en el largo plazo (hemos visto que en el corto y mediano plazo las consecuencias son nulas) la inhalación de una leve cantidad de CO? Hablamos de una diferencia de 14 ppm entre el fumador y el no fumador, dando por buenos los datos del profesor Dautzenberg.

Porque el informe es parco sobre los aspectos metodológicos del estudio. ¿Cómo se hizo para diferenciar entre fumadores y no fumadores? ¿Por la simple declaración de los participantes? Se recuerde que se trata de los asistentes a reuniones anti-tabaco, y que difícilmente fuera permitido fumar en ellas. Más dudosa todavía es la división entre no fumadores puros y no fumadores afectados por el humo pasivo. En la versión inglesa del
informe no se menciona esta distinción; en cambio en la versión española se afirma que el nivel de CO era de 3,6 ppm para los no fumadores puros, contra 6 ppm de los expuestos al humo pasivo. ¿De nuevo el criterio fue la simple declaración de los consultados? Si fue así, ¿qué significa haber estado expuesto al humo de terceros? ¿Cuántas veces, cuanto tiempo, a cuanta distancia? ¿Cómo se puede convertir en una medida objetiva una opinión que contiene tan evidentes elementos subjetivos?

Los investigadores anti-tabaco siguen desilusionándonos; entre grandes ruidos y trompetas triunfales su montaña continúa a parir ratoncitos. De una ciencia al servicio de la publicidad moralista no se puede esperar mucho más, por lo visto.

domingo, diciembre 17, 2006

 

1. los fumadores de Yalta

En febrero de 1945 la segunda guerra mundial se acercaba a su epílogo, al menos en el escenario europeo. Norteamericanos e ingleses se abrían paso en Francia y subían por Italia, mientras que el general Zhukov, desde el este, estaba a cuarenta millas de Berlín. En Yalta se reunieron los tres jefes aliados, Franklin Delano Roosevelt, Winston Churchill y José Stalin. Los tres eran fumadores; Roosevelt fumaba cigarrillos, Churchill fumaba cigarros y Stalin fumaba en pipa.
La cuestión puede parecer anecdótica, hasta banal. Pero empieza a intrigar cuando se descubre que los dos jefes nazifascistas que estaban por ser definitivamente derrotados, Adolf Hitler y Benito Mussolini, eran en cambio no fumadores, más aún, eran antifumadores fanáticos.

La segunda guerra mundial fue combatida por decenas de millones de personas fuertemente motivadas, dispuestas a dar su vida por una causa. Este fuerte contenido ideal no es algo fácil de conseguir; si no pregúnteles a los norteamericanos qué les pasó en Vietnam, en Somalia o en Iraq. Las mentiras pueden motivar por poco tiempo, pero las guerras se combaten cuando la gente siente que tiene que morir o matar para adquirir o conservar algo que desea ardientemente. ¿Qué motivaba a los combatientes aliados?. La libertad y la democracia, las dos cosas entendidas en un sentido muy concreto. Por libertad se entendía el derecho de disponer de la propia existencia, de afirmar la propia identidad, en el terreno político, social y cultural. Pero también y sobre todo el derecho de elegir o inventar el propio estilo de vida, sin interferencias del Estado. La democracia era el lógico complemento de esta libertad: si tenemos el derecho de ser distintos no podemos ser gobernados como una unicidad orgánica, nuestra forma de gobierno tiene que ser una “cámara de compensación” entre diversidades.

¿Qué motivaba a los combatientes nazifascistas? Los principios casi simétricamente opuestos. La individualidad disuelta en el ser colectivo de un Estado elevado a único sujeto de la vida y de la historia, encarnado en la persona del Führer. La política, la sociedad y la cultura reducidas a atributos de este sujeto único universal. El totalitarismo como forma institucional que considera criminal toda diversidad.

El estilo de vida era uno de los campos principales de esta batalla entre principios irreconciliables. Para los nazis el estilo de vida tenía que ser uno solo, el preconizado por el Estado: “Nuestro cuerpo pertenece a la Nación, nuestro cuerpo pertenece al Führer, tenemos el deber de ser sanos” (Robert Proctor, The nazi war on Cancer, cap. 5). Este principio legitimaba un gran número de tropelías: la reclusión y el asesinato en masa de los judíos, a quienes el régimen había convertido en paradigma de la diversidad, de los gitanos, de los homosexuales, de los socialistas y comunistas, y de centenares de otras minorías indeseadas. Otros, como los enfermos mentales, los alcoholistas crónicos y los portadores de males considerados hereditarios, fueron esterilizados.
El nazismo empezó su campaña contra los fumadores en 1933, apenas llegado al poder. La primera fase fue teórica y propagandística, por medio de investigaciones promovidas por el régimen y publicidades aterrorizantes, muchas de las cuales ligaban el vicio de fumar con la condición de judío. Llegó a la fase práctica en 1939, con prohibiciones parciales de fumar en lugares públicos como oficinas de gobierno, hospitales y lugares de trabajo, con el establecimiento de áreas diferenciadas en los restaurantes y la prohibición de fumar en uniforme para policías y funcionarios de la SS. En 1940 fueron establecidos vagones especiales para no fumadores en el ferrocarril. Recién el 1943 fue introducida la prohibición de fumar para los menores de 18 años, y en 1944 fue prohibido fumar en los autobuses y en el Subte. Ese mismo año la campaña empezó a declinar, la guerra iba mal, y para sostener la moral de los soldados les fueron enviadas raciones de cigarrillos y alcohólicos, en una evidente contradicción con la teoría de las virtudes combativas del ario salutista. La guerra fue perdida, y con ella el antitabaquismo militante. Ganaron los judíos, los negros, los fumadores y los demás perseguidos…

El hecho es que esta fue la primera campaña del prohibicionismo antitabaco en el mundo. Los pseudoinvestigadores nazis precedieron ampliamente a sus herederos norteamericanos de los años 50; los organizadores y promotores nazis anticiparon la casi totalidad de los temas y de los procedimientos de los prohibicionistas de las últimas décadas, incluyendo el “humo pasivo” o “de segunda mano” (Passivrauchen, término creado por el médico nazi Fritz Lickint).

(continúa)

Obra citada: Robert N. Proctor, The nazi War on Cancer, Princeton U. Press, 1999.

domingo, noviembre 19, 2006

 

Estilos de vida

Tizio vive de noche, desayuna en pantuflas a las tres de la tarde, a eso de las cinco abre su escuela de danza moderna, se ducha y reposa un poco entre las diez y las once, cena a medianoche y va a recorrer locales y discotecas, cosa que hace hasta las siete de la mañana, cuando toma su segundo desayuno. “Ah, es un profesor de baile”, dirá usted; y no habrá entendido mucho, porque Tizio abrió su escuela precisamente porque amaba su estilo de vida nocturno.


Caio se levanta a las seis de la mañana, y corre varios kilómetros antes de ducharse, tomar su espartano desayuno y dirigirse en auto a su trabajo. A las cuatro de la tarde sale de su oficina y se precipita al gimnasio, donde mejora sus músculos con complicados aparatos. Cena a las siete, ve televisión, lee un poco y a las diez cae rendido en la cama.
Sempronio es voluntario en un programa de cooperación en la selva amazónica. Se levanta temprano, para aprovechar el (relativo) fresco matutino, come un plátano, restos de carne de cerdo del día anterior y un gran tazón de café. Trabaja como un forzado hasta la una, después se tira en su hamaca y duerme la siesta hasta las cuatro, cuando retoma el trabajo hasta las ocho. Tiene parásitos intestinales y diarreas intermitentes, pequeñas heridas que no terminan de cerrar; trata de defenderse de los mosquitos, pero la tarea es imposible, y saldrá de allí probablemente con una malaria o algo peor. De noche no duerme bien; lo tormentan el calor, la humedad, los insectos y la nostalgia. Pero está contento, vive la vida que soñaba, hace lo que siente que debe hacer.




Los estilos de vida de Caio, Tizio y Sempronio son tan distintos que es difícil entender que los tres pertenecen a la misma especie, el homo sapiens. Y son solo tres ejemplos, la variedad de estilos de vida de los humanos es un caleidoscopio infinito y deslumbrante, que no termina de sorprendernos. Los estilos de vida son la forma biográfica de la cultura; sin su riqueza y su variedad la humanidad no sería lo que es, sino algo mucho, pero mucho más pobre.
Los sanitaristas razonan a partir del cuerpo; preconizan una alimentación simple y sana y una actividad física regular, rechazan la sedentariedad, los vicios como el fumar o el tomar, todo tipo de excesos. Aspiran al Estilo de Vida Unico, garantizado por la Ciencia. Sin pensar que, si consiguieran su objetivo, eliminarían la infinita variedad de la cultura humana, producirían hombres-fotocopias. La vida de Caio se aproxima al ideal salutista, pero sin los Tizio y los Sempronio no tendríamos arte, ni solidaridad, ni literatura, y problablemente ni siquiera ciencia.
“Por qué no es posible un estilo de vida que tenga un poquito de cada cosa”, me dirá usted. Porque la vocación implica esfuerzo, exceso, voluntad de poner los objetivos por arriba de las circunstancias. Porque la vida es breve, y es imposible medirla de a gramos con una balanza.
Ahora imaginemos por un momento una medicina distinta, que se ocupe de las personas y que respete sus estilos de vida. Que en vez de responder a cada paciente con la misma, automática tirada ideológica (“deje de fumar, tome poco, no coma grasas, haga jogging”) trate de encontrar el modo de mejorar la salud de esa persona que tiene delante, ese poeta, ese deportista, ese bailarín noctámbulo, ese desocupado, ese oficinista, ese cooperante, ese viajero, ese lector impenitente, ese militante político. Con sus objetivos, sus debilidades y sus vicios, que son parte de la personalidad que los vuelve útiles para la humanidad. Mucho trabajo, ¿no es cierto? Es más fácil tratar a las personas como a piezas en una línea de montaje, y ocuparse de su salud sin conocerlos. Claro que la culpa no es del médico, sino del sistema del que forma parte, un sistema que prevé atención personalizada solo para los ricos y famosos. Para los demás basta el chiste que sigue. El médico dice al paciente que se acerca a la edad madura: “Deje el alcohol, el tabaco, los excesos con mujeres y las noches bravas; haga largas caminatas, coma sin grasas ni condimentos”. “¿Y así viviré otros cincuenta años, doctor?”. “No, pero aunque sean muchos menos le van a parecer cincuenta años”.

miércoles, noviembre 08, 2006

 

Una extraña lógica

Un par de días atrás explicaba en un bar a una amiga no fumadora por qué pienso que, en Italia, la única alternativa sensata al prohibicionismo antitabaco es la libertad de separación de los espacios. “No es que me guste seguir la tendencia a reglamentar obsesivamente todas las relaciones sociales”, le decía, “pero la fractura creada por la propaganda antitabaco y por el uso de la ley como un garrote no deja alternativas. Se debería establecer que bares, restaurantes y otros locales de tipo recreativo puedan elegir entre atender a personas tolerantes al tabaco, fumadores y no fumadores, y atender a personas intolerantes al tabaco, dejando como tercera posibilidad la creación de zonas en el mismo local, en las proporciones, y con el tipo de separación, que el gestor considere adecuadas. El juego de la oferta y la demanda no tardará en producir un equilibrio satisfactorio para todas las partes. Quien desee fumar mientras toma un café o un martini elegirá un bar para personas tolerantes al tabaco, entre otros factores; quien no soporte la cercanía de un fumador elegirá un bar o un café prohibicionista, y quien como vos es una no fumadora tolerante tendrá el privilegio de estar bien en todos lados”.

En ese momento intervino bruscamente en la conversación un tipo que estaba sentado a poca distancia. “Usted está diciendo tonterías”, me espetó. “Si yo quiero entrar en un bar, y no puedo hacerlo porque soy antifumador, se está vulnerando mi libertad. Tengo derecho a entrar en el bar que se me ocurra”.


Mi amiga le contestó con una cierta aspereza que nadie lo había invitado a intervenir en nuestra conversación, y que interrumpirnos dándome del tonto no era por cierto una muestra de buena educación. La calmé poniendo mi mano sobre la de ella, y dije al tipo que le iba a contestar si nos prometía callarse la boca y ocuparse de sus propios asuntos inmediatamente después.

“Señor”, le dije, “usted tiene el derecho de entrar en todos los bares que se le ocurra, si respeta las reglas del local; es el mismo derecho que tengo yo. Lo que contesto es una ley que impone reglas iguales a todos los locales, que obliga a todos a abstenerse de fumar. Creo que una variedad de reglas es más adecuada a una sociedad abierta y plural. Por supuesto, usted podrá entrar también en un local para personas que toleran el tabaco, si asume un comportamiento adecuado, y yo podré entrar en un local para antifumadores, si me abstengo de encender un cigarro”.
“No trate de escabullirse”, me respondió molesto; “Fumar hace mal, y si no hubiera fumadores no habría motivo alguno de discordia”.

“El suyo es un viejo razonamiento prejuicioso”, le contesté. “Es el que utilizan los racistas que afirman que no lo serían si no hubiera tantos negros, o el de los antisemitas que dicen serlo por culpa de los judíos. ¿Usted señor es gay?”
“Qué, me insulta ahora?”, respondió poniéndose de pie, siempre más enfurecido. “No señor, no lo insulto, ni pienso que la palabra gay contenga nada de insultante. Tomo su respuesta como una negativa, siéntese por favor. Quería darle un ejemplo. Supongamos que usted sea una persona intolerante a la homosexualidad, y que en nombre de su libertad de entrar a cualquier local pretenda que en una sala dedicada a los gay los homosexuales presentes se abstengan de manifestarse como tales. Supongamos además que usted tiene un amigo ministro, y que consigue que se sancione una ley que impida a las personas homosexuales el manifestarse como tales. ¿No sería una ley discriminatoria?”.

“Sí, lo sería. Pero el ejemplo no vale, porque el tabaco es dañoso para la salud”.
“Entonces diga claramente su opinión: nada de libertad, usted simplemente quiere abolir el vicio del tabaco usando la fuerza pública. Y ahora tenga la cortesía de dejarnos tranquilos, y ocuparse de sus asuntos, porque esta última afirmación nos llevaría a una nueva discusión, para la que no dude que estoy bien preparado”.

sábado, octubre 29, 2005

 

Viena, el tabaco y el café


El verdadero monumento a la tolerancia y al arte de vivir es el café de Viena. Hay cafés en el centro, en los barrios, en las periferias. Son salones de grandes dimensiones, con sus mesitas bien separadas y sus cómodas sillas... vienesas. Se puede elegir obviamente el sector no fumadores, o el sector indiferenciado, en el que se puede fumar o no hacerlo.

Hay un mueble con todos los periódicos del día, montados en soportes de madera, no menos de diez, a veces veinte o treinta: la tolerancia se extiende a las diferencias políticas. Hay juegos de ajedrez, para quien quiera pedirlos, y mesas de billar al fondo, en las que el pool no sustituyó todavía la carambola. Cada café tiene sus especialidades, en algunos se puede hacer una comida completa, en la mayoría hay una variedad de inolvidables tortas vienesas, desde los strudel dulces o salados (el más famoso internacionalmente es el de manzana, pero los hay también de frutas y de verduras) hasta la sacher tort. Hay bandejitas de pequeñas masitas, a veces combinaciones de chocolate y de mazapán. Por supuesto es posible pedir un té, un chocolate, un vaso de vino o una grapa; pero la verdadera gloria es el café, hecho en una docena de formas, que incluyen el turco y el espresso italiano.

Muchos cafés venden cigarrillos, y puros, y cigarritos de distintos tipos y medidas.


Imagínese usted que entra en el café cercano a su casa (los locales están bien distribuidos en toda la ciudad); apenas entra lo asalta la tibieza de la atmósfera, después del frío externo. Deja su abrigo en uno de los percheros, en el guardarropa si su café habitual es de los finos, y se instala en una mesita. Lo rodea gente calma, que habla en voz baja y no se pega histéricamente al celular. Viene el mozo con su chaleco negro y su delantal blanco y lo saluda, cosa que hace si usted concurre al mismo café más de dos veces. Usted pide una de las tantas variantes del café con leche y una porción de torta. Después completa con un café y un cigarrito, mientras hojea los periódicos. Hágalo con calma, nadie lo apura.

Siente que la angustiosa constricción del trabajo y de la vida se aflojan, que el nudo en la garganta se disuelve, y que con él se van el tic en la mejilla y la dolorosa contracción de los músculos del cuello. Saborea el café y crea una perezosa nubecita de humo a su alrededor. Y la idea viene, esa idea que vale una entera jornada de trabajo. Vuelve a salir, se mete en el subterráneo y entra alegre en su oficina. En Viena el café vive porque el tiempo es poroso, lleno de pequeños huecos de no trabajo, esos huecos que dan sabor a la vida, como los agujeros del Gruyere. El tiempo poroso aumenta la productividad del trabajo, porque adhiere a la forma en la que el cerebro humano piensa, que no es la misma forma en la que piensa la computadora. Este tiempo poroso es perfectamente compatible con la modernidad, más aún, es su complemento necesario, sin el cual nos queda la histérica ineficiencia del trabajo-alcoholizado norteamericano.

El café es también socialidad abierta y mestiza. Pueblan sus mesitas intelectuales y deportivos, honestos y ladrones, liceales y prostitutas, nativos e inmigrantes... fumadores y no fumadores. Usted puede pasar horas leyendo concentrado, y nadie lo interrumpirá, el cemento de la socialidad del café es la cortesía discreta que es la contracara necesaria de la tolerancia. No es el bar español o italiano en el que todos gritan como desaforados, y se entrometen en sus asuntos. Pero si usted tiene ganas puede observar una humanidad variada, o entablar conversación con gente cuyas vidas ni siquiera imaginaba. Como en una lista de Internet, pero de persona. El café es democrático; es un club en el que basta pagar el precio de un modesto consumo y aceptar las reglas de la convivencia para tener el derecho de participar.

En París, en Madrid, en Barcelona, en Turín y en Padova hay algún café que arquitectónicamente se parece a los de Viena. El café sin embargo es una institución social, y no un modelo arquitectónico. Los parisinos, que la inventaron, la abandonaron hace tiempo, y su ausencia es como una herida que las hamburgueserías y las periferias tristes no curan por cierto. Entre las ciudades que conozco, que son muchas, solamente en Buenos Aires la cantidad y la variedad es comparable a la de Viena, y es tal que configura una cultura del café, del tabaco, de la tolerancia y de la porosidad. Lástima que los argentinos son gente muy insegura, y están demoliendo un patrimonio cultural inapreciable para copiar infelices pseudoculturas de importación.

jueves, octubre 27, 2005

 

Viena, capital europea de la tolerancia y del buen vivir

En Viena se fuma. Se fuma en los grandes cafés, en los restaurantes, en todos los sitios donde es razonable que se fume. Los derechos de la minoría antifumadora están tutelados: hay áreas bien delimitadas para aquellos que no desean tener fumadores cerca. Las dimensiones de dichas áreas no están predeterminadas para agredir y humillar a los fumadores: se establecen sobre la base de la oferta y la demanda, por lo que son generalmente pequeñas, salvo en las cercanías de los hoteles del turismo norteamericano, con su intolerancia de importación.



Si hay una ciudad que se preocupa por la salud y la calidad de la vida de sus habitantes esa es Viena. Tiene el sistema de depuradores más imponente de Europa, y se ve; los tres brazos del Danubio que atraviesan la ciudad están impecablemente limpios, y no menos limpios están los suburbios industriales. El 51% de la superficie de la ciudad está cubierto de verde, hay jardines, parques deliciosos, bosques, instalaciones deportivas. Todo ello rodea en los barrios populares la sorprendente arquitectura social que se remonta a los años 20 y 30: glorias como la Hundertwasser-Krawina-Haus y el Karlmarxhof, pero también incontables torres modernas, que hacen que los alquileres cuesten en Viena mitad o menos que lo que cuestan en Milán, Roma o Bolonia.



La red urbana de transportes es un sueño para el viajero italiano; una trama tupida de líneas subterráneas, conectadas con ferrocarriles suburbanos, metropolitana liviana, tranvías, medios de superficie, taxis a precio decente, que el usuario puede tomar en cualquier lugar del centro, sin paradas ni otras formalidades inútiles. Una tal infraestructura de transportes reduce el uso del auto privado, lo que a su vez garantiza a los habitantes un aire más puro y menos rumor.


Los vieneses son corteses y educados. Conviven en la mutua tolerancia fumadores y no fumadores, pero también nativos y extranjeros, regulares y marginales, diurnos y noctámbulos, las mil identidades que forman una gran ciudad.


This page is powered by Blogger. Isn't yours?