miércoles, noviembre 08, 2006

 

Una extraña lógica

Un par de días atrás explicaba en un bar a una amiga no fumadora por qué pienso que, en Italia, la única alternativa sensata al prohibicionismo antitabaco es la libertad de separación de los espacios. “No es que me guste seguir la tendencia a reglamentar obsesivamente todas las relaciones sociales”, le decía, “pero la fractura creada por la propaganda antitabaco y por el uso de la ley como un garrote no deja alternativas. Se debería establecer que bares, restaurantes y otros locales de tipo recreativo puedan elegir entre atender a personas tolerantes al tabaco, fumadores y no fumadores, y atender a personas intolerantes al tabaco, dejando como tercera posibilidad la creación de zonas en el mismo local, en las proporciones, y con el tipo de separación, que el gestor considere adecuadas. El juego de la oferta y la demanda no tardará en producir un equilibrio satisfactorio para todas las partes. Quien desee fumar mientras toma un café o un martini elegirá un bar para personas tolerantes al tabaco, entre otros factores; quien no soporte la cercanía de un fumador elegirá un bar o un café prohibicionista, y quien como vos es una no fumadora tolerante tendrá el privilegio de estar bien en todos lados”.

En ese momento intervino bruscamente en la conversación un tipo que estaba sentado a poca distancia. “Usted está diciendo tonterías”, me espetó. “Si yo quiero entrar en un bar, y no puedo hacerlo porque soy antifumador, se está vulnerando mi libertad. Tengo derecho a entrar en el bar que se me ocurra”.


Mi amiga le contestó con una cierta aspereza que nadie lo había invitado a intervenir en nuestra conversación, y que interrumpirnos dándome del tonto no era por cierto una muestra de buena educación. La calmé poniendo mi mano sobre la de ella, y dije al tipo que le iba a contestar si nos prometía callarse la boca y ocuparse de sus propios asuntos inmediatamente después.

“Señor”, le dije, “usted tiene el derecho de entrar en todos los bares que se le ocurra, si respeta las reglas del local; es el mismo derecho que tengo yo. Lo que contesto es una ley que impone reglas iguales a todos los locales, que obliga a todos a abstenerse de fumar. Creo que una variedad de reglas es más adecuada a una sociedad abierta y plural. Por supuesto, usted podrá entrar también en un local para personas que toleran el tabaco, si asume un comportamiento adecuado, y yo podré entrar en un local para antifumadores, si me abstengo de encender un cigarro”.
“No trate de escabullirse”, me respondió molesto; “Fumar hace mal, y si no hubiera fumadores no habría motivo alguno de discordia”.

“El suyo es un viejo razonamiento prejuicioso”, le contesté. “Es el que utilizan los racistas que afirman que no lo serían si no hubiera tantos negros, o el de los antisemitas que dicen serlo por culpa de los judíos. ¿Usted señor es gay?”
“Qué, me insulta ahora?”, respondió poniéndose de pie, siempre más enfurecido. “No señor, no lo insulto, ni pienso que la palabra gay contenga nada de insultante. Tomo su respuesta como una negativa, siéntese por favor. Quería darle un ejemplo. Supongamos que usted sea una persona intolerante a la homosexualidad, y que en nombre de su libertad de entrar a cualquier local pretenda que en una sala dedicada a los gay los homosexuales presentes se abstengan de manifestarse como tales. Supongamos además que usted tiene un amigo ministro, y que consigue que se sancione una ley que impida a las personas homosexuales el manifestarse como tales. ¿No sería una ley discriminatoria?”.

“Sí, lo sería. Pero el ejemplo no vale, porque el tabaco es dañoso para la salud”.
“Entonces diga claramente su opinión: nada de libertad, usted simplemente quiere abolir el vicio del tabaco usando la fuerza pública. Y ahora tenga la cortesía de dejarnos tranquilos, y ocuparse de sus asuntos, porque esta última afirmación nos llevaría a una nueva discusión, para la que no dude que estoy bien preparado”.

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