sábado, octubre 29, 2005

 

Viena, el tabaco y el café


El verdadero monumento a la tolerancia y al arte de vivir es el café de Viena. Hay cafés en el centro, en los barrios, en las periferias. Son salones de grandes dimensiones, con sus mesitas bien separadas y sus cómodas sillas... vienesas. Se puede elegir obviamente el sector no fumadores, o el sector indiferenciado, en el que se puede fumar o no hacerlo.

Hay un mueble con todos los periódicos del día, montados en soportes de madera, no menos de diez, a veces veinte o treinta: la tolerancia se extiende a las diferencias políticas. Hay juegos de ajedrez, para quien quiera pedirlos, y mesas de billar al fondo, en las que el pool no sustituyó todavía la carambola. Cada café tiene sus especialidades, en algunos se puede hacer una comida completa, en la mayoría hay una variedad de inolvidables tortas vienesas, desde los strudel dulces o salados (el más famoso internacionalmente es el de manzana, pero los hay también de frutas y de verduras) hasta la sacher tort. Hay bandejitas de pequeñas masitas, a veces combinaciones de chocolate y de mazapán. Por supuesto es posible pedir un té, un chocolate, un vaso de vino o una grapa; pero la verdadera gloria es el café, hecho en una docena de formas, que incluyen el turco y el espresso italiano.

Muchos cafés venden cigarrillos, y puros, y cigarritos de distintos tipos y medidas.


Imagínese usted que entra en el café cercano a su casa (los locales están bien distribuidos en toda la ciudad); apenas entra lo asalta la tibieza de la atmósfera, después del frío externo. Deja su abrigo en uno de los percheros, en el guardarropa si su café habitual es de los finos, y se instala en una mesita. Lo rodea gente calma, que habla en voz baja y no se pega histéricamente al celular. Viene el mozo con su chaleco negro y su delantal blanco y lo saluda, cosa que hace si usted concurre al mismo café más de dos veces. Usted pide una de las tantas variantes del café con leche y una porción de torta. Después completa con un café y un cigarrito, mientras hojea los periódicos. Hágalo con calma, nadie lo apura.

Siente que la angustiosa constricción del trabajo y de la vida se aflojan, que el nudo en la garganta se disuelve, y que con él se van el tic en la mejilla y la dolorosa contracción de los músculos del cuello. Saborea el café y crea una perezosa nubecita de humo a su alrededor. Y la idea viene, esa idea que vale una entera jornada de trabajo. Vuelve a salir, se mete en el subterráneo y entra alegre en su oficina. En Viena el café vive porque el tiempo es poroso, lleno de pequeños huecos de no trabajo, esos huecos que dan sabor a la vida, como los agujeros del Gruyere. El tiempo poroso aumenta la productividad del trabajo, porque adhiere a la forma en la que el cerebro humano piensa, que no es la misma forma en la que piensa la computadora. Este tiempo poroso es perfectamente compatible con la modernidad, más aún, es su complemento necesario, sin el cual nos queda la histérica ineficiencia del trabajo-alcoholizado norteamericano.

El café es también socialidad abierta y mestiza. Pueblan sus mesitas intelectuales y deportivos, honestos y ladrones, liceales y prostitutas, nativos e inmigrantes... fumadores y no fumadores. Usted puede pasar horas leyendo concentrado, y nadie lo interrumpirá, el cemento de la socialidad del café es la cortesía discreta que es la contracara necesaria de la tolerancia. No es el bar español o italiano en el que todos gritan como desaforados, y se entrometen en sus asuntos. Pero si usted tiene ganas puede observar una humanidad variada, o entablar conversación con gente cuyas vidas ni siquiera imaginaba. Como en una lista de Internet, pero de persona. El café es democrático; es un club en el que basta pagar el precio de un modesto consumo y aceptar las reglas de la convivencia para tener el derecho de participar.

En París, en Madrid, en Barcelona, en Turín y en Padova hay algún café que arquitectónicamente se parece a los de Viena. El café sin embargo es una institución social, y no un modelo arquitectónico. Los parisinos, que la inventaron, la abandonaron hace tiempo, y su ausencia es como una herida que las hamburgueserías y las periferias tristes no curan por cierto. Entre las ciudades que conozco, que son muchas, solamente en Buenos Aires la cantidad y la variedad es comparable a la de Viena, y es tal que configura una cultura del café, del tabaco, de la tolerancia y de la porosidad. Lástima que los argentinos son gente muy insegura, y están demoliendo un patrimonio cultural inapreciable para copiar infelices pseudoculturas de importación.

jueves, octubre 27, 2005

 

Viena, capital europea de la tolerancia y del buen vivir

En Viena se fuma. Se fuma en los grandes cafés, en los restaurantes, en todos los sitios donde es razonable que se fume. Los derechos de la minoría antifumadora están tutelados: hay áreas bien delimitadas para aquellos que no desean tener fumadores cerca. Las dimensiones de dichas áreas no están predeterminadas para agredir y humillar a los fumadores: se establecen sobre la base de la oferta y la demanda, por lo que son generalmente pequeñas, salvo en las cercanías de los hoteles del turismo norteamericano, con su intolerancia de importación.



Si hay una ciudad que se preocupa por la salud y la calidad de la vida de sus habitantes esa es Viena. Tiene el sistema de depuradores más imponente de Europa, y se ve; los tres brazos del Danubio que atraviesan la ciudad están impecablemente limpios, y no menos limpios están los suburbios industriales. El 51% de la superficie de la ciudad está cubierto de verde, hay jardines, parques deliciosos, bosques, instalaciones deportivas. Todo ello rodea en los barrios populares la sorprendente arquitectura social que se remonta a los años 20 y 30: glorias como la Hundertwasser-Krawina-Haus y el Karlmarxhof, pero también incontables torres modernas, que hacen que los alquileres cuesten en Viena mitad o menos que lo que cuestan en Milán, Roma o Bolonia.



La red urbana de transportes es un sueño para el viajero italiano; una trama tupida de líneas subterráneas, conectadas con ferrocarriles suburbanos, metropolitana liviana, tranvías, medios de superficie, taxis a precio decente, que el usuario puede tomar en cualquier lugar del centro, sin paradas ni otras formalidades inútiles. Una tal infraestructura de transportes reduce el uso del auto privado, lo que a su vez garantiza a los habitantes un aire más puro y menos rumor.


Los vieneses son corteses y educados. Conviven en la mutua tolerancia fumadores y no fumadores, pero también nativos y extranjeros, regulares y marginales, diurnos y noctámbulos, las mil identidades que forman una gran ciudad.


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