domingo, enero 30, 2005

 

Soy un muerto estadístico

Los mensajes prohibicionistas del movimiento antifumador son grotescos, a veces involuntariamente cómicos. Por ejemplo cuando contabilizan en años de reducción del tiempo de vida el daño del tabaco. De acuerdo a sus cálculos yo debería estar muerto, junto con otros millones de personas que fuman y viven contentos. Más aún, no debería haber fumadores vivos de más de sesenta años. De nuevo miro a mi alrededor, y descubro centenares de casos de fumadores de más de 70, 80 y 90 años que viven tranquilamente. Trato de leer la propaganda prohibicionista con la mayor objetividad posible; pero es claro que lo que me dicen es una mentira. Confunden intencionalmente un riesgo estadístico con un riesgo cierto.



Vivimos rodeados de riesgos estadísticos, o lo que es lo mismo, de probabilidades infaustas. Podemos morir fulminados por un electrodoméstico (la probabilidad estadística es sorprendentemente alta), hechos papilla en un accidente de automóvil, asesinados por una cura equivocada o por un contagio adquirido en un hospital, por un shock provocado por la picadura de una abeja o por respirar polen, por mano de un asaltante o de un policía violento, por un terremoto o un tsunami, por el tumor al cerebro provocado por las antenas que retransmiten la Radio Vaticana, por la acumulación de metales pesados causada por la ingestión involuntaria de agua contaminada, por trabajar en una industria química, por respirar cotidianamente el aire envenenado por los escapes de los automóviles y la calefacción a petróleo, por suicidio provocado por cocktails criminales de drogas calmantes y excitantes, fulminados por un rayo, aplastados por la caída de un meteorito, arrollados por un ciervo en fuga, y tantas otras causas de muerte, cada una de las cuales tiene una probabilidad estadística que puede ser calculada.



Para evitar todos los riesgos deberíamos ponernos en hibernación en una campana blindada, y aún así... Parecería que el riesgo de muerte es connatural a la vida, y que la única solución es convivir con una enorme cantidad de peligros, tomando precauciones solamente cuando el riesgo estadístico es particularmente alto.

domingo, enero 23, 2005

 

Mensaje de muerte

En mi paquete de tabaco hay una banda blanca en la que está escrito en grandes caracteres que el fumar causa la muerte; el mismo mensaje lo recibo a través de los medios de comunicación, en todos los tonos y todos los días. Ahora bien; si estoy por tocar un cable eléctrico y alguien me dice: “cuidado, no toques, tiene corriente y te puede matar”, yo se lo agradezco. Pero si el cable lo tengo en la mano desde hace media hora el mismo mensaje me causa un efecto distinto. Observo el otro extremo del cable para ver si alguien, a lo mejor quien me está advirtiendo, lo conectó a la red; lo palpo bien, y sigue sin pasar nada. Concluyo que el mensaje es una broma de mal gusto, y le contesto como se debe. Es inútil que el tipo me aclare que estadísticamente el tocar cables pelados causa la muerte en el 70% de los casos; no me convence.


Esta última es la reacción del fumador frente a la campaña antitabaco: incredulidad, estupor, la sospecha de una broma cruel. Sabe que no está muerto, a pesar de fumar desde hace tiempo, y este es su primer criterio de verdad. Mira un poco alrededor, entre sus amigos, conocidos y parientes. Descubre que muchos de éstos fuman y han fumado, sin caer muertos, y este es su segundo criterio de verdad. Si le hubieran dicho que el fumar causa catarros, o aumenta la probabilidad de enfermarse de bronquitis, hubiera podido estar de acuerdo, porque corresponde a su experiencia y a la de otras personas.

Esto no significa por cierto que decida dejar de fumar, porque sabe que catarros y bronquitis atacan también a los que no fuman, y porque hace tiempo que ha aceptado el riesgo que su hábito implica. Pero le están gritando que corre peligro inminente de muerte, y esto no es verificable. En la forma que está dicho es directamente falso.

martes, enero 18, 2005

 

Una vida en humo

Tengo 66 años, y fumo desde los 18, casi medio siglo de tabaco. Estoy en buena salud y en plena actividad. Puedo esperar vivir otros diez o quince años, por supuesto fumando mientras pueda hacerlo. Fumo porque quiero hacerlo, porque es parte de mi cultura y de mi identidad. Porque leo y escribo fumando, tomando café y escuchando música, y paso así la mayor parte del día, ocioso y productivo a la vez. Porque esta es mi vida y mi cuerpo. Porque el libro, el papel en blanco, el tabaco, el café, la música y ahora también la computadora hacen de mí quien soy.



“¿Y después de los ochenta?” Eso me dice el señor con el dedito levantado. Después de los ochenta la pálida y demacrada cosechadora nos irá bajando uno después de otro, hasta que no quede ninguno. Ricos y pobres, tontos e inteligentes, santos y pecadores, fumadores y no fumadores, y hasta los señores con el dedito levantado. Vivir conduce a la muerte, pero lo hace lentamente y mientras tanto… qué maravilla amigos, vivir intensamente, gastar esta llamita que somos como se debe, produciendo una luz intensa y firme.

“¡Qué escándalo!”, insiste el del dedito. “Una vida de disipación y todavía se muestra orgulloso”. Es significativo que este tipo de moralista use como sinónimo de vicio el verbo “disipar”, que significa “Desperdiciar, malgastar la hacienda u otra cosa”, “desvanecerse, quedarse en nada”, pero también “evaporarse, resolverse en vapores” como el humo del tabaco, precisamente. La suya es una filosofía del ahorro y del atesoramiento; gastar es pecado, retener es virtud. Esta clase de personas hace bien en no fumar; si lo hiciera se negaría a expeler el humo, y terminaría reventando como un sapo.



Cuando de vivir se trata gastar es tener; el beso dado, la palabra regalada, la energía consumida enriquecen y no empobrecen. Nada enriquece más que gastar sin esperar contrapartidas, sin llevar contabilidades de entradas y salidas. El bien donado se disipa como el humo del tabaco, pero nos enriquece porque enriquece la red de humanas conexiones en la que vivimos. En todo caso es esta red la que nos da la esperanza de vencer a la muerte, de seguir viviendo en los otros. Cuando hayamos dejado de vivir nuestros dones quedarán, mientras que el cuerpo que el salutista ha cultivado morirá con él. La mortaja no tiene bolsillos, pero tampoco tiene espejos.

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